DAVID SARABIA 

Mike Terrazas vigilaba con atención desde el interior de su patrulla. Estacionado a una prudente distancia de aquella casa. A la cual, la había declaro ser su enemiga publica número uno. Sí, a una casa. No a un hombre; un delincuente común o un sociópata violento. Si no a un inmueble en ruinas con una funesta historia a cuestas.

Mike miró su reloj, y corroboró mirando hacia el cielo a un sol que brillaba con la intención de incinerar a la ciudad. Con las ventanas arriba y la refrigeración a punto de congelamiento, había decidido detener  su unidad detrás de un frondoso mezquite, el cual no había sido podado en todo el año. Se encontraba en un barrio de clase media; casas de una sola planta, algunas con cochera y otras con jardín. Cruzando la calle, un campo de futbol sin césped se atravesaba, el cual se encontraba en completo abandono, donde las porterías esperaban con paciencia la presencia de unos chicos a los cuales no les interesaba salir de sus casas para reunirse y jugar. Nada de eso, ya eran otros tiempos, las redes sociales y los juegos en línea terminaron con una bella época.

Cruzando el campo de futbol, estaba un lote con una casa de dos plantas. La cual, en algún tiempo atrás, había sido una construcción moderna. Pero con el abandono y el paso de los años, ahora era un muerto seco que mostraba el deterioro en sus paredes; la pintura alguna vez blanca, mostraba costras y huecos dejando ver el cemento con resquicios hacia el ladrillo rojo. A diferencia del aspecto muerto del cascaron, la casa tenia enormes arboles de pino a sus costados y en el patio trasero. De gruesos troncos y con hojas de verde intensos rebosantes de vida. El perímetro, por enfrente era una barda que en partes tenia huecos por los derrumbes producto del vandalismo y en otras, en los claros, una reja negra cubierta de óxido. Por los costados y la parte trasera un muro de dos metros protegía la propiedad. El lugar tenía algo curioso, a diferencia de otros sitios similares, no estaban inundado de basura. Todo lo contrario, parecía como si alguien se diera una vuelta de cuando en veces a dar una barrida al frente y al patio. Cosa que creía imposible por la oscura leyenda del lugar, pero tenía su teoría; los drogadictos y vagabundos tenían la costumbre de llenar de inmundicia los lugares donde habitaban, tal actuar, era como un acto a la extensión de su deterioro espiritual, contaminando con ello todo lo que tocan. Pero, como aquella casa al parecer estaba maldita, tales malvivientes la evitaban, en especialmente los locales. La pregunta era: ¿Quién la limpiaba? ¿O qué? No tenía respuesta.  Pero el mal seguía allí.

Las últimas tres víctimas fueron forasteros.

Dos centroamericanos y un haitiano. Quienes venían con las caravanas migrantes en busca del sueño americano. Hicieron su escala en una ciudad desconocida, donde encontraron su fin al meterse a dormir en una casa sin saber que nunca iban a despertar en la tierra de las oportunidades.

Quizá no supieron cómo murieron, ni cómo quedaron. Sus cuerpos nunca fueron reclamados debido que venían en solitario, y por fortuna, sus familiares, quienes quizá desde sus tierras nunca podrán saber el verdadero horror en que terminaron.

La pesadilla la había propagado hacia años antes de los extranjeros, los tres primeros muertos, de parias locales, fueron encontrados después de varios días de búsquedas, y desde entonces, los vecinos viven en un miedo constante. La mayoría evitaba pasar frente a esa casa.  Hasta los valientes no se atrevían a asomar una nariz dentro. Quizá por eso el campo de futbol moría por el desamparo de una juventud consumida por la tecnología y por la aprensión de una moderna leyenda urbana viviente.

Valladares se había salido de la caravana.  Decidió ir a merodear por los barrios de la ciudad, aunque tenía la información que en ciertas regiones de México era tan similar como andar turisteando por las calles de Bagdad. Decían que las balas silbaban y que mataban por igual a blancos o infortunados que se encontraban en el lugar equivocado. Pero, al estar allí, en esa pacifica población, concluyó que eran exageraciones lo que había leído y visto en internet. El verdadero mal estaba en su tierra, oculto en la selva, en un callejón, o caminando por la calle tratando de pasar desapercibido. La muerte rondaba y hacía con su país lo que le venía en gana; ensañándose, diezmando y horrorizando a su bendita gente. ¿Por qué? Esa pregunta tenía mil respuestas y cero soluciones. Arto y atemorizado decidió unirse a la caravana para buscar una mejor calidad de vida, para tener una oportunidad, tan siquiera una. Y cuando la encontrara, trabajaría hasta agotar su alma y tapizar las palmas de sus manos con cayos curtidos en cicatrices. Trabajo, sí, bendito trabajo, milagro de la vida. Era lo único que le pedía al destino; llegar a salvo a la tierra de los billetes verdes para partirse el lomo con la fusta de su esfuerzo.

Caminaba con las manos metidas en los bolsillos y con el estómago gruñendo por el hambre que lo carcomía. Era jardinero, y tenía la esperanza de ver un árbol que se necesitara talar, o una planta que arreglar, o  césped que cortar. En el mejor de los casos, un jardín o patio que necesitara urgentemente una limpieza. O lo que fuera, hasta lavar un auto, que sabía hacerlo. Lo que sea, siempre y cuando fuera un trabajo honesto.

Valladares dio vuelta en la esquina y suspiró al ver algunas casas con jardines. Adelante, a una calle, un campo de futbol con aspecto desolador.

Se detuvo frente a una casa con un jardín con el césped crecido. Chifló y llamó con un: “señora buenos días” y dudó. Miró al cielo y el astro incandescente le saludaba con su luz quemadora; calculó que era medio día. Volvió a llamar sin tener respuesta. Vencido, decidió seguir merodeando para buscar ese trabajo que tanto necesitaba para alimentarse. Cruzó la calle y se adentró en el campo de futbol. Al pisar su árido terreno supuso que aquel sitio tenía meses abandonado debido a la tierra suelta y seca.

Adelante, una casa, con barda y reja en mal estado. Y pinos de Alepo frondosos, de esos que lloran cuando sopla el viento.

Era hipnótico.  Se detuvo y miró a los árboles, teniendo la sensación como si estos le hablaran en su idioma sin voz.

Decidió ir a echar un vistazo. La casa de aspecto descuidada, pero no abandonada. Aunque fuera raro, el lugar transmitía vida. Eso le decía su experiencia con muchos lugares que eran habitados por personas sin hogar. Y sobre todo, los pinos, esos árboles hermosos y gigantescos que vibraban con su intenso verde. No eran los que él anhelaba observar; el quería a los pinos navideños, esos, los preferidos para ser adornados con esferas. Esperaba deleitar sus ojos y admirarlos cuando estuviera allá,  en las frías tierras donde hablan inglés.

Empujó la puerta de reja ya que esta se encontraba entre abierta. Rechinó, el sonido se esparció por todo el campo de futbol. Tuvo una sensación de que alguien lo vigilaba por la espalda y volteo hacia tal dirección.

En la esquina, al otro lado del campo, una patrulla había encendido las torretas mostrando a las luces azules y rojas girar. Un hombre joven salía de la unidad y lo señalaba. Sintió como su corazón daba un vuelco y el presentimiento de alarma lo invadió acompañado de mortificación. Sabía que el Servicio de Inmigración y la Guardia Nacional estaban haciendo labores para contener a las caravanas. Lo primero que vino a su mente, era que el joven policía lo iba a esposar y entregarlo. Era obvio, su aspecto lo delataba; demacrado, sucio, aunque fuera moreno, sus facciones y sobre todo su acento centroamericano lo iban a descubrir en el interrogatorio.

Su primer instinto fue adentrarse al lugar, subió unos escalones que daban a un cobertizo y se detuvo frente a la entrada sin puerta.

Mike Terrazas miraba atónito como el hombre huía de él metiéndose a la casa.

— ¡Hey, detente, no seas imbécil! — gritó intentando detenerlo a la distancia. El hombre había cruzado el umbral perdiéndose en su interior. — Dios, no lo permitas. — imploró en voz alta mirando al sol que quemaba inmisericorde como una deidad enfurecida.

Cerró la puerta accionando el seguro automático olvidando apagar la refrigeración. Ajustó su revólver en la cintura y corrió en pos del hombre quien seguramente no tenía ni idea en lo que se metia. Apostaba por ello, ya que su aspecto era el de muchos de los migrantes, y por lo tanto, la casa y su historia le eran desconocidas.

No lo iba a permitir, iba a entrar y sacarlo a golpes si era necesario. Era eso o la vida. Había jurado proteger a los ciudadanos el día que se recibió con honores en la Academia. Ser policía lo traía en el corazón, e iba a cumplir con su juramento aunque le costara la vida. Aquel hombre no tenía aspecto de maleante o de malviviente. Sólo era alguien que buscaba una oportunidad y merecía tenerla.

Cruzó el campo de futbol dando largas zancadas, y se detuvo frente a la casa, la cual, lo desafiaba mirándolo con sus ventanas sin vidrios del segundo piso.

Valladares al cruzar la entrada se detuvo en seco. Algo andaba mal allí adentro, la sensación de vida se había esfumado para dar paso a una atmosfera en decadencia. Ahora, era como estar dentro de una tumba por la penumbra que era partida por algunos rayos de sol que entraban como láseres desde puntos desconocidos. El interior estaba totalmente vacío, eso parecía. Las plantas de sus zapatos pisaban un piso polvoso y las paredes se alcanzaban a apreciar carcomidas y repletas de telarañas. Tuvo un presentimiento. Se giró en redondo para regresar y salir aunque estuviera el policía allá afuera.

Se quedó paralizado.

La entrada estaba tapiada por hileras de ladrillos con cemento fresco.

— ¿Qué? — sacudió su cabeza como queriendo despejar su mente, aclararla, razonar. Quizá como había entrado corriendo, se metió sin darse cuenta en un cuarto o sección de la casa sin saber que se había alejado de la entrada. Miró de nuevo la hilera de ladrillos y el perímetro que enmarcaba donde una vez estuvo la entrada.

Mike Terrazas entró a la casa, dio un par de pasos y se detuvo en medio del recibidor. Puso sus manos en sus caderas y aguzó el odio para tratar de escuchar cualquier ruido que delatara al hombre.

Silencio.

El sol entraba por la puerta y las ventanas de la planta baja. El piso lleno de polvo y las paredes descarapeladas. Sin telarañas; hasta los insectos huían de aquel lugar, pensó. Miro de izquierda a derecha y se decidió ir hacia la sección que correspondía a la cocina. Caminó con cautela por el área que una vez fue la sala y el comedor. Llevó la punta de sus dedos sobre la superficie de la empuñadura del revólver. Al sentirla, suspiró con alivio.

Valladares colocó las palmas de sus manos sobre el muro de ladrillos que fungía como parapeto. Sintió como las líneas de cemento estaban frescas. Retrocedió y le dio una potente patada. Nada. Parecía acero. Maldijo con las malas palabras de su país. Retrocedió de nuevo y propinó otra menos potente con las esperanza de fisurar aquella pared mágica. ¿Mágica? ¿Diabólica?

Escupió y retrocedió hasta pegar su espalda a la pared. Miró hacia a la izquierda, vislumbró penumbra y láseres de luz solar que entraban por resquicios de maderos y hojas de triplay clavados en las ventanas. A la derecha, un arco y un área totalmente a oscuras. Parecía que algo lo observaba desde allí y los vellos de sus antebrazos se erizaron. Era una locura, aquellas barricadas en las ventanas no estaban cuando miró la casa desde afuera, podría jurarlo por lo más sagrado.  Pensó; quizá se había desmayado y tenía un mal viaje dentro de aquella casa.

Miró a un costado de él. Unos escalones subían al segundo piso. Se asomó y apenas se apreciaba algo al final de la escalera.

Del área oscura, una voz pastosa, fúnebre y sucia emergió como un aliento de muerte.

—  ¿Embalsamador eres tú?—  después un gorgoreo de agua fangosa — regrésanos nuestra vida, danos  la tuuuuyaaaaa…

Una silueta humana comenzó a dibujarse saliendo a paso arrastrado de aquella boca de tinieblas.

Aterrorizado, miró hacia la otra dirección: varias siluetas se movían con los brazos caídos a los costados, balanceándose con torpeza en cada paso. Los láseres chocaban en sus espaldas o pasaban por entre las aberturas de sus brazos y piernas. La penumbra no dejaba ver todavía con claridad el rostro y cuerpo de aquellas personas que pretendían rodearlo.

— ¡No sé en qué vaina me he metido, pero les juro que yo no soy el embalsamador!

Valladares sudaba frio. Retrocedía y pisó el primer escalón con su talón. Una vez un grupo de Maras lo habían rodeado a punta de pistola y cuchillo. Fue golpeado y despojado de su dinero por no haber pagado la cuota de protección que exigía la clica a todo el barrio. Aquella vez había sentido a la muerte cerca.  Ahora, sentía que aquellos seres venían del mismísimo infierno. Si, seres, no hombres.

Comenzó a subir los escalones sin dar la espalda a sus acosadores.

Mike Terrazas había salido por la cocina hacia el patio trasero, y se adentró entre los frondosos pinos en pos del insensato que huía al parecer sin razón alguna. Lo buscó como un explorador sin llamarlo para no delatar su posición. Al cerciorarse de que no se encontraba entre la maleza, decidió entrar de nuevo a la casa por donde salió. Regresó al vestíbulo y se detuvo al pie de la escalera, pero antes, decidió echar un vistazo al área de al lado, la cual era totalmente iluminada debido a la gran ventana desprovista de cortinas y marco. Obvio no estaba.

Regresó y subió al segundo piso.

Valladares  retrocedía subiendo, con las piernas temblorosas y el corazón emitiendo disparos en vez de latidos. Llegó bañado en sudor hasta el final de la escalera. Se derretía debido al intenso estrés de la situación, aunado al sofocante calor. Su mano aferraba el posa manos ya que estuvo a punto de caer. La penumbra arriba era más densa, casi oscuridad. Las siluetas humanoides se movían con torpeza subiendo sus pies con pesadez en cada peldaño. Los sonidos de gorgoreo y balbuceos se intensificaban formando un coro con eco sobrenatural.

— Embalsamador devuélvenos la vida, danos la tuyaaa…— remataban las voces, cómo si estas surgieran de un charco con desperdicios fermentados y descompuestos. — y alzaron sus brazos hacia adelante a la vez que separaban sus dedos formando ganchos para poder atraparlo.

Valladares gritó que él no era, que lo dejaran en paz. Pero aquellas siluetas que se dirigían hacia él con sus cuerpos rígidos tenían oídos sordos. Al llegar a la planta alta, se metió al cuarto oscuro. En el acto, la madera que tapiaba las ventanas comenzó a resquebrajarse, y de las fisuras entraron rayos de sol que iluminaban parcialmente a los acosadores, quienes invadieron la vacía habitación, rodeándolo.

Las franjas luminosas se proyectaron sobre la superficie de carne podrida, que mostraban retazos o vendajes de color blanco. Pus y otros fluidos hediondos empapaban la tela, o algo que parecía tela, tal vez papel. Ojos vacíos con telarañas y bocas sin labios, con algunos dientes marrones que dejaban salir aquellos sonidos de lodo que chapoteaba con palabras acusadoras que enloquecían. Los rostros tenían algunas vueltas de vendajes por donde le sobresalían los cabellos cenizos cubiertos de polvo.

Valladares retrocedió hasta que su espalda se detuvo en la pared. Los seres monstruosos avanzaban a paso más lento como si estos disfrutaran  de su inmenso y demencial horror. ¡Despierta, despierta, esto es una maldita locura! repetía en su mente mientras el olor a carne seca entraba por sus fosas nasales provocándole un intenso asco.

Varios pares de manos descarnadas comenzaron a tocar y acariciar su rostro, hombros, brazos. Sentía aquella piel dura, seca, rasposa, y sucia tallar su paralizado cuerpo. Después, comenzaron a envolverlo en esa venda blanca, la cual, la sentía muy demasiado blanda como si fuera una delicada estola. Una tela rara, maldita, con magia negra que lo absorbía. Sentía como esta venda que pasaban por su rostro, cuello y sus extremidades, se adhería como si tuviera ventosas sobre las partes de piel expuestas. Después, en medio de las ventosas, millares de aguijones se asomaron enterrándose para a succionar su líquido vital. Lo estaban secando.

Mareado y casi semi inconsciente miró como uno de los monstruos levantaba su mano en alto, empuñando algo que parecía un machete.

Mike Terrazas había explorado dos habitaciones y el cuarto principal que conectaba directamente con la escalera. Nada. La luz del medio día entraba sin permiso dejando ver con claridad que el hombre no se encontraba en aquella casa. Maldijo. Era imposible, sólo la reja de enfrente la pudo saltar, pero no la barda alta que rodeaba la propiedad.

Derrotado, se dio la vuelta y bajó las escaleras. Echó un vistazo periférico antes de salir, y cuando el sol lo fustigó de lleno provocando que levantara su mano para hacer una sombrilla, un alarido ahogado proveniente de la planta alta hizo que su sangre se congelara en el acto. Asustado, y con las sienes palpitando, desenfundó su revólver cal.38 y entró decidido a afrontar lo que fuese, o en su caso, rescatar al desdichado que gritó como si lo hubiesen destripado a plena conciencia.

Se detuvo frente a la escalera, levantó la vista y lo miró.

Alzó su arma y apuntó.

El hombre que había huido refugiándose, estaba de pie al final de la escalera. Transformado, desfigurado como una caricatura hecha por un demente totalmente ebrio. Sucio como si hubiera habitado esa casa sin salir por años, con la ropa hecha girones y vendas que se enrollaban en su torso, extremidades y parte de su cara, dejando al descubierto piel con heridas abiertas repletas de infección. No tenía ojos, solo cuencas con carne seca y telarañas. Y lo más insólito, un machete enterrado en diagonal entre el cuello y el hombro llegando el filo hasta el corazón. Una mancha oscura emanaba de la herida. Pero lo verdaderamente perturbador, como si fuera una broma macabra, fue cuando reconoció el material del vendaje: era papel de baño.

El hombre articulaba palabras ininteligibles como si tuviera pasto húmedo dentro de su garganta. Comenzó a bajar las escaleras con dificultad. Mike terrazas miraba con sus ojos desorbitados como la momia que minutos antes había sido un buen hombre, se sacaba el machete con una fuerza insólita, para después alzarlo.

Sin dudarlo.

Disparó. Una, dos, tres detonaciones. Las balas impactaban en aquella carne muerta lanzando esquirlas de huesos y sangre coagulada.

“Por favor no me mates. Soy una persona honrada, sólo quiero una mejor vida, sólo quiero trabajo, sólo”… Valladares comprendió que el joven policía no entendía nada, quien aterrado vaciaba el tambor de su arma.

Mike Terrazas vio desplomarse a la momia en el ultimó disparo. Esta, había soltado el machete, sus rodillas se doblaron y rodó por los escalones hasta quedar tendido boca arriba a sus pies en medio de un charco de podredumbre.

El hombre convertido en momia yacía inerte, mientras, Mike Terrazas con la mente en blanco por el shock, seguía apretando el gatillo mientras escuchaba como el martillo golpeaba al vacío metálico sin hacer detonación alguna.

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